Interesante la representación en el Real de "Lulú" de Alban Berg.
Uno, que es espectador episódico de la Opera, asiste siempre un poco abrumado a un espectáculo tan masivo.
La puesta en escena es sobria, contemporánea, minimalista, quizás un poco demasiado espartana si se compara con otras producciones; un tapiz blanco, unos paneles de vidrio traslúcido, pocos elementos de vestuario; todo sobrio y elegante pero como decía, con perdón, algo parco para tres horas de espectáculo.
La orquesta presenta una interesante sección de percusión que aporta mucho color tímbrico, y es solvente, al menos a mis oídos. Ejecuta una partitura de casi tres horas de duración con armonías atonales, nada fáciles. Una de esas óperas en las que sales sin recordar un solo pasaje melódico. Siempre me he preguntado como los cantantes, que no leen la partitura, pueden memorizar las melodías.
Lulú es un personaje atractivo, de principios de siglo XX, representado de manera un poquito fría pero muy profesional por Agneta Eichenholz, una soprano que da vida a un personaje a mitad de camino del mito de la femme fatale y la típica buscavidas desgraciada. Me pareció que los cantantes cumplían con solvencia y estaban bien, sin grandes alardes.
Diría que, en el libreto, el personaje esta bien construído: es el resultado de una infancia sin protección, de un padre incestuoso, sin fortuna y sin principios, una joven expuesta a la vida que descubre algo que sí posee: como hacerse y dejarse desear, las pasiones que puede despertar, y que se lanza por la pendiente, en la que todos juegan a vida o muerte cada una de sus bazas.
La convención funciona, y en el primer y segundo actos uno ve desfilar los personajes: el amante poderoso, el artista ingenuo, la Condesa, y demás galería de personajes, todos de una u otra manera dolorosamente enamorados. Y en medio de todos, Lulú, el personaje sin nombre propio, que obtiene su poder, su razón de ser, de la amalgama de amor y pasión que es capaz de suscitar, de donde que obtiene su fortuna y satisface su loca sed de ser idolatrada.
Interesante la peripecia con el mundano Dr. Schön, el su protector en la infancia, y luego su amante cínico. Lulú, en la plenitud de su esplendor, le presiona hasta el límite, se las apaña para que abandone a su prometida, y hace de él su marido -venciendo su mundana y sensata resistencia. ¿Por que fuerza las cosas Lulú hasta ese punto? El tema merecería un ensayo: digamos que quizás intentó suturar su profunda herida de no conocido el ser amada en su ser, sino través de su cuerpo, de su mascarada y su apariencia. ¿Como concebir la posibilidad de ser amada habiendo sido entregada, y habiendo aceptado entregarse a la abyección del crimen?
Ya nada sacia a Lulú, que pronto busca un nuevo aliciente en la fascinación que suscita en Alwa, el hijo del mismo Schön.
Funciona la maquina inexorable de la pasión y la muerte: Schön, demasiado avisado para no ver lo a lo que Lulú se entrega a sus espaldas, pretende darle muerte, pero Lulú se defiende - ¿no es una irrefrenada defensa de su amor propio lo que Lulú hace todo el tiempo?-. Así es finalmente asesinado por ella y sustituido por su propio hijo.
Supongo que sólo quienes hayan vivido intensamente el efecto potencialmente destructivo de la pasión podrán compadecer a los personajes en su ceguera, que los arroja por obra de Lulú al desamor, el dolor, la adversidad y la ruina.
Lulú, la sacerdotisa del rito, que jamas logro la paz al vivir el amor, es finalmente otra víctima del juego. Desorientada sin remedio entre los espejismos de la pasión, no resulta ser mas que otro peón ciego, otra víctima de la misma ceguera, cuando el juego la opone a quien no se fascina por ella y, sin escrúpulos como ella misma, la reduce a su rol final de objeto degradado.
Así funciona, sin que a nadie sorprenda, la obra del odio. El odio como reverso de la pasión sin medida, el odio que aparece para finalmente perderla y destruirla.
Al final del tercer acto, ya terminada la partida, la existencia de Lulú recupera algún sentido a través de la obra de artistas que la amaron. Instantes congelados en que sus amantes contemplan con nostalgia sus propios anhelos perdidos en, digamos, la obra de aquel ingenuo pintor que la amó. A través de su arte fue capaz de contener una belleza que, se comprende al final, en realidad no pertenecía a ella. Mas bien estaba a mitad de camino entre la mascarada de Lulú, su mero soporte, y el deseo insensato de plenitud que se proyectaba sobre ella desde la fantasía de quienes la amaban.